En el porfiriato, el teatro tenía expresiones destinadas
a los diferentes gustos y extractos sociales. Para satisfacer a las élites eran
comunes los espectáculos llenos de música y ligeros como el teatro de revista,
donde destacaba la zarzuela, que había surgido de lo popular. Los montajes de
moda en Francia eran representados para el público mexicano. Adicionalmente, la
opera italiana continuaba su añeja tradición.
Mientras
los privilegiados disfrutaban de elaborados espectáculos, algunos grupos
relativamente humildes de las ciudades gozaban de montajes sencillos (Contreras,
2011: 17), consideraban aceptable el sacrificio monetario por un momento de
distracción ocasional. Existían compañías itinerantes, que viajaban por
poblaciones más o menos importantes, las carpas eran el lugar para escenificar
sus obras teatrales. Los niños observaban títeres, con momentos de risa y sorpresa.
Como parte de una formación ideológica, los obreros llegaban a comprender su
situación de explotación a través del escenario.
La gran
mayoría de las compañías teatrales eran de repertorio. Siempre tenían un primer
actor, en una situación de estricta jerarquía con el resto del elenco.
Cambiaban constantemente de obra escenificada, en casi todos los casos por una
cuestión presupuestal reciclaban los escenarios de cartón o tela, junto el vestuario.
El apuntador era cosa de todos los días, mientras los actores utilizaban un
lenguaje con énfasis y cifrado, mientras usaban acento madrileño, no importando
que se tratara de un montaje basado en algún tema mexicano.
En el país, la capital era el lugar más importante para
disfrutar de las representaciones, algunas salían de gira por la república. El Teatro
Nacional siguió siendo importante, hasta su demolición en 1901 y, en 1904,
comenzaron los trabajos del Palacio de Bellas Artes como remplazo, aunque la
obra se detuvo por la Revolución Mexicana y se inauguró hasta 1934, en el ocaso
del maximato. Diversas ciudades construyeron sus propios recintos, llegaron a
ser más de 100 en el país. Buscaban incorporarse a la modernidad cultural planteada
a finales del siglo XIX y principios del XX.
Entre algunos grupos cercanos a la Iglesia católica, la
idea de un teatro vinculado con la educación de la buena moral era el que debía
ver la población. Por su parte, el régimen porfirista mostró tolerancia a los
excesos de la diversión, no le interesó una persecución moral, en una actitud
diferente a la usada en cuestiones políticas.
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