La caída de Tenochtitlan anunció la llegada de la cultura
europea, la cual estuvo encabezada por la doctrina católica. La orden religiosa
de los franciscanos llegó primero, al poco tiempo los acompañarían los
agustinos, dominicos y mercedarios, estos últimos se asentaron en Guatemala,
las otras se fueron dispersando por todo el territorio de la Nueva España, que
se encontraba en plena expansión. Los jesuitas arribaron varias décadas
después.
La religiosidad católica confrontó a toda la cosmovisión
mesoamericana, al chocar y mesclase con elementos totalmente novedosos. Cambiaron
las concepciones de vida y muerte. También a la usanza española, incorporaron: tierra,
cielo e infierno. Aparecieron imágenes nuevas: vírgenes, santos y ángeles
(García, 2000: 259). El trato no siempre resultó igual, las imágenes eran aceptadas
o repudiadas, aunque entraban progresivamente a la vida de los indígenas, reconfigurando
lo autóctono o hasta tomando una figura totalmente occidental como esperaban
los misioneros de las diversas ordenes religiosas.
Los primeros religiosos buscaron comprender a los
indígenas, lo permitió su independencia frente la corona española y el
Vaticano. Así, comenzaron a dar la doctrina católica sin trasgredir algunos
elementos importantes, tradujeron los textos bíblicos a las lenguas
originarias, aceptaron dar las misas y otras ceremonias al aire libre como lo
hacían en los antiguos rituales mesoamericanos. Los indígenas fueron
considerados para el sacerdocio. En las comunidades, la distribución del
espacio cambió, antes sólo las grandes poblaciones vivían en las planicies, la
mayoría de los indígenas se encontraba habitando los montes, los freiles
buscaron asentarlos en las zonas bajas de los valles, en una organización de poblamiento
totalmente novedosa para las comunidades originarias, donde el centro albergaba
la iglesia de la localidad.
En la segunda mitad del siglo XVI, la conquista
espiritual comenzó a ser más agresiva y a degradar el papel de los indígenas, por
ejemplo, ganaba fuerza la idea de que no podían dedicarse al sacerdocio. Los
religiosos perdieron la libertad de acción frente la centralización de la corona
española, la cual bloqueó los intentos de comprender el pasado mesoamericano y
sus sociedades.
En muchas ocasiones, los altares de las Iglesias tenían
un Santo enfrente y una estatuilla indígena enterrada, la cual se veneró
durante varias generaciones. Las comunidades buscaron elegir santos patronos
acordes a las propiedades de sus antiguas deidades y que encajaran
cronológicamente con sus momentos sagrados. Este tipo de actividades las perseguía
la Santa Inquisición, que mantenía la fe católica y evitaba las herejías, con
severos castigos y torturas.
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