por Alef Pérez
En la Nueva España, los años veinte del siglo XVII fueron un periodo de carencia. En particular, la ciudad de México sufrió de desabasto y elevados precios en productos básicos de subsistencia como el maíz. El resentimiento de las capaz pobres de la sociedad llegó a ser notorio. Por otro lado, las élites novohispanas compitieron por el acaparamiento del poder, dos grupos resultaron notables: el de la burocracia y el del alta jerarquía católica.
En 1621, Felipe II subió al trono de España y nombró a Diego Carrillo de Mendoza Pimentel, conde de Priego, marqués de Galves, como virrey novohispano y cabeza de la burocracia. El cual mostró una postura reformista en pro de la centralización en la corona, esto significó un desafió al sistema de equilibrio de poderes en la colonia.
Para 1622, el virrey atacó a un grupo de especuladores, uno de los cuales terminó refugiado en un convento. Frente la posibilidad de fuga, la orden fue rodear el recinto religioso con tropas. En ese momento, Juan Pérez de la Serna, arzobispo de México, consideró el acto como una amenaza al derecho de santuario (Semo, 1982, 276-281). Tales acontecimientos significaron una ruptura política en la élite, que llegó a desequilibrar a la Nueva España y, en particular, a la capital.
En la confrontación, las caras visibles fueron el virrey y el arzobispo. Aunque más significativo, la burocracia terminó por enfrentarse a la alta jerarquía católica. En medio de los acontecimientos, otro agentes social apareció, los leperos, los desarraigados urbanos, comenzaron a movilizarse por el hambre y prestaron atención al conflicto de la élite novohispana.
En el momento de definiciones de 1624, los leperos decidieron actuar del lado de “Dios”, que significó estar a favor de la alta jerarquía católica. Por su parte, el virrey optó por huir de la ciudad de México frente el motín de las masas. Al correr de los meses, al no cambiar la situación de carestía y escasez de alimentos, las autoridad en el exilio logró regresar a la capital de la Nueva España. Así, un problema entre las élites funcionó como combustible para la chispa de la respuesta radical desde los grupos desarraigados, aunque ésta no llegó a incendiar las pasiones de la revolución social.
Comentarios
Publicar un comentario